Por Jaime López y Sonia Riera
Abrí y me asomé. Por fin, tras varias semanas nubladas y
lluviosas, entraba el sol por la ventana de mi cocina, nada parecía haber
cambiado y sin embargo todo era diferente. El cielo estaba más azul que nunca,
una pareja de cernícalos reposaba tranquilamente en la cornisa y, sin miedo, me
miraban desde una anómala corta distancia. Escuché, el silencio era
ensordecedor... ¿dónde había ido el familiar sonido de la ciudad?. No se oía el
tráfico, ni el bullicio de la gente en las calles ni a los niños jugando en el
parque, tampoco el pasar de los aviones camino del aeropuerto —ni siquiera
podía ver una sola de sus estelas en el cielo—. La ciudad sonaba, se veía, e
incluso olía diferente.
"Fico y Fica" (como los bautizó Jaime) descansan tranquilamente durante el confinamiento |